La situación del país exige que el próximo presidente posea un carácter excepcional. (1) Deberá desatar la guerra contra los enemigos internos del Estado y la nación. (2) Preparar un escenario de guerra internacional. (3) Desplegar una operación continua de seguridad pública contra criminales “comunes” soportada en una fuerza policial determinada y mandatarios locales alineados. (4) Lograr una reforma judicial que repare por completo la filosofía punitiva del derecho penal y multiplique la capacidad de investigación judicial y acusatoria. (5) Construir un sistema penitenciario que incapacite por completo el efecto de los prisioneros sobre el curso normal de la sociedad. Para mencionar lo más urgente, que es al mismo tiempo lo esencial, y de lo cual todo lo demás pende para recuperarse y avanzar.
Aunque solo priorice la mitad de estas tareas urgentes de reconstrucción del poder del Estado, ese presidente deberá poseer la fuerza interna que le permita sobrellevar los múltiples riesgos que pesarán sobre su vida, su integridad física y emocional, y su seguridad jurídica; de manera indefinida y extensibles a todo su círculo familiar. Ni aun la victoria militar sobre el enemigo interno o externo librará al vencedor de amenazas periódicas y de una pendenciera hostilidad acechante.
Aparte de un futuro pospresidencial con estas características, el próximo presidente ideal tendrá que tomar una serie de decisiones que van en contravía directa y demoledora de los intereses anidados en torno a los “procesos de paz”, y de una legión de actores que han construido sus carreras y su popularidad alrededor de remover el castigo y la incapacitación de los delincuentes. Intereses convertidos incluso en identidades llenas de emotividad y sentido de superioridad, que no han conseguido materializar, desde su primavera del 91, algo significativo bajo esas “banderas», salvo el vivir sabroso ellos mismos. Es decir, las amenazas serias se verán acompañadas de múltiples formas de tergiversación simbólica que desgastan y erosionan a cualquier ser humano.
Pese a la proliferación de candidatos presidenciales, y pese al crecimiento de una línea discursiva “dura” en seguridad durante los últimos meses, para el electorado es todavía difícil distinguir cuál de estos posee realmente el carácter para acometer las hazañas de fuerza que se requieren o al menos que anuncian verbalmente. La desconfianza y las frustraciones del pasado dominan el ambiente. Dado que en las últimas décadas se ha impuesto que la oferta política a los electores se cuece mediante un perfilamiento mercadotécnico de “imagen”, “mensajes” y “experiencia”, lo que se obtiene es un ramillete de actores estilizados, empaquetados en el libreto con mejores apuestas de “éxito”, y no una competencia de liderazgos con un magnetismo portentoso. Nadie toca aún el alma nacional.
Por principio, la presidencia de Colombia debería ser el punto de llegada de una carrera política exitosa o al menos respetable. Preferiblemente si su ocupante es el fruto de un crecimiento orgánico de respeto y admiración entre sus compatriotas. Personalmente, para un futuro presidente, el cargo debería representar la oportunidad de cerrar con broche de oro su exclusivo compromiso de servir ante todo a los intereses del Estado-nación antes que a los propios. El término clave aquí es: exclusivo. Si las circunstancias lo permiten, ojalá aspire además a alcanzar una estatura épica, por qué no, heroica.
De ahí la importancia de atender a las señales o indicadores relativos a las ambiciones pospresidenciales de los candidatos. Nada bueno recibirán los colombianos si el siguiente presidente espera convertir el cargo de primer mandatario en algo distinto a la cima ocupacional que demandará todos sus esfuerzos y le hará colocar en juego todos sus patrimonios, confort y seguridades. Al mayor honor, la mayor exigencia.
Hay lecciones al respecto. Los últimos presidentes han tomado el cargo como un escalón en sus ambiciones. Trepadores para los cuales Colombia no es el último propósito, la misión consagrada de sus vidas. El país no puede repetir en el cargo a personas que son capaces de, entre otras perlas: (a) dinamitar con cilindros bomba el orden institucional construido en doscientos años para conseguir un “premio nobel” de “paz”; (b) saquear el galeón San José para perseguir el título de “lord” de la corona británica; (c) abrir indiscriminadamente las compuertas de una migración y naturalización masiva de venezolanos para saltar a ser director general de alguna división de la ONU o entidad parecida; (d) utilizar el capital reputacional de jefe de Estado para preparar una pospresidencia de conferencias internacionales bien pagas, invitaciones “honoríficas” o participaciones en “fundaciones” y compañías; (f) revelar un analfabetismo funcional repulsivo, proponer “reformas” cargadas de imbecilidades, destruir lo que le dé la gana, y enriquecerse ilícita y conspicuamente a través de familiares y todo tipo de criminales políticos asociados, para satisfacer el delirio psicoactivo de ser llamado líder aeroespacial.
La campaña que viene requiere pues que cada elector y cada hogar calcule los intereses pospresidenciales de los candidatos finales, la fibra de su carácter. Del mismo modo para el futuro círculo del poder que proponen. Esto ayudará a identificar quién está realmente conectado con el canon moral de la nación, el grado de defensa que proporcionará a las instituciones que fundan la república, e informará sobre su habilidad para rodearse de servidores de la patria a los cuales exigirá sin miedo máximos sacrificios y no aullidos áulicos. Si ese candidato no muestra que es capaz de inmolarse por el país, de desestimar un futuro glamuroso en escenarios ideologizados del globalismo y el capitalismo, las alarmas deberán encenderse porque no concuerda éste con el presidente ideal que exige la coyuntura -no merecería ser presidente de Colombia.


Excelente análisis, donde se describe claramente lo sucedido durante los últimos 20 años en los cuales los presidentes han trabajado por sus ambiciones personales y no para quien los eligió. Lo preocupante es el futuro pues ninguno de los que han demostrado intenciones de ser candidatos presidenciales da confianza y garantías de que esto vaya a cambiar ya que a varios les falta carisma, experiencia en gestión, demuestran su ambición de poder y están enredados en temas de corrupción.
Totalmente de acuerdo contigo. Pero es un sueño.La guerra que se viene, no tiene límites, ni importa a la mayoría.