Durante 2011 tuve la oportunidad de trabajar en la Dirección de Políticas del Ministerio de Defensa, gracias a la invitación que me hiciera el entonces viceministro Rafael Guarín. El mensaje de entrada que recibí fue claro: los avances de implementación de la política de seguridad democrática se ralentizaban, estancaban o retrocedían. “Algo” venía fallando. Por tanto, la misión que teníamos era revisar y lograr que la nueva formulación política relanzará, enmendará o cambiará lo necesario. Los meses que siguieron fueron enérgicos, con un viceministro que impulsaba la reflexión, disfrutaba la controversia, ponderaba las soluciones y decidía.
No había ambigüedades en el objetivo. Según mi interpretación, el Estado debía alcanzar cuanto antes el monopolio de la fuerza. En otras palabras, la eliminación de la violencia organizada mediante el control institucional perpetuo e incontestable de la coacción física. Por tanto, las Fuerzas Militares debían concentrarse en derrotar a todo enemigo del Estado; y, a través de la Policía Nacional, se respaldaría la persecución estatal de los delincuentes.
Pude proponer reformulaciones según la sociología de roles y libretos; llevar a cabo una nueva racionalización burocrático-organizacional de la división del trabajo establecida; e incorporar las claves de la funcionalidad en sistemas sociales diferenciados. Era hora de escapar además de rezagos históricos sutiles (e. g., unidades por “delitos”, “orden público”), y de ciertas acomodaciones ideológicas recientes que impactaban la profesionalización específica y los resultados de la Fuerza Pública (e. g., “diversidad”, “ambientalismo”, “trabajo social»).
Existencialmente algo diferente
Pero lo más preocupante radicaba en el carácter de la conducción política. Los Estados tienen enemigos, y el enemigo del Estado, interno o externo, se señala políticamente. En cambio, el delito o el crimen se define legalmente. Los enemigos del Estado los designan pues los gobernantes. Es una decisión emitida desde el poder instituido que admite arbitrariedad, que hace parte de un fuero entregado democráticamente, y que bien puede sustentarse simplemente en la razón de Estado.
Recuperando a Carl Schmitt, ese enemigo no tiene que ser ni siquiera moralmente malvado, no tiene que ser un competidor económico, ni promover una religión o ideología sustituta. Pero, es “existencialmente algo diferente”, una amenaza a la unidad nacional a la que sirve el Estado. El enemigo surge de un conjunto de cosas que “no pueden ser decididas ni por una norma general previamente determinada ni por el juicio de un tercero desinteresado y, por tanto, neutral”.
El enemigo se caracteriza intuito personae, en función de la “persona”. Por su parte, el delincuente solo se toma como responsable por sus “conductas”. Las personas que hacen parte del enemigo quedan convertidas automáticamente en blanco de la fuerza legítima del Estado, luego su destino pasa entonces a ser una tarea funcional de las fuerzas militares; no del sistema de justicia. Los Estados castigan los delincuentes, pero desatan la guerra contra sus enemigos.
Sin embargo, no ha sido posible que esta distinción se entienda perfectamente por parte de la élite tradicional colombiana; y se organicen en consecuencia las fuerzas estatales fielmente a partir de una concepción milenaria sobre las entidades políticas. En la dimensión externa, el enemigo es otra fuerza estatal, por lo general fronteriza, o una “organización” trasnacional, amparada y patrocinada muchas veces por estados rivales, con capacidad terrorista o de combate militar.
A su vez, si hay un cuerpo extraño, un elemento que actúa para para cercenar la integridad territorial, subvertir las instituciones, ulcerar el canon moral, apestar directa o indirectamente la vida civil con delitos de toda índole, o simplemente es hostil mediante resistencia, actos armados y terrorismo, nada impide su designación como enemigo interno, ni altera el destino que le espera. La justificación que el enemigo ofrezca sobre sus motivos y actos es completamente baladí. Excepto en Colombia.
Los potenciales efectos ampliados de una guerra interna están regulados (Convenios de Ginebra). Los principios del uso de la fuerza y de los “derechos humanos” han sido incorporados a la “doctrina” de la fuerza pública colombiana al punto de crear un dogma operativo. Las intersecciones entre la acción militar y el sistema de justicia se han extendido considerablemente, y aunque deberían ser casuísticas en una guerra contra enemigos internos (rendiciones, heridos en combate), en la práctica convirtieron al soldado en un policía judicial. Ahora, hay margen para que la justicia penal militar mejore su efectividad; de lo contrario, debilita el profesionalismo y pone en riesgo la misionalidad y nivel ético de las fuerzas. Así que los presupuestos sostenidamente promovidos y convertidos en verdad incontestable alrededor de la “indiscriminada brutalidad” de los militares, o de un “terrorismo estatal” y “para-estatal” en Colombia, no son más que parte integral del despliegue armamentístico de un enemigo interno.
Combinando todas las formas de rendición
Para finales de 2011, era claro que el nuevo ministro y su equipo mantendrían lo que venía fallando (era el mismo grupo de gente), y lo profundizarían con mayor libertad, mediante la rehabilitación de concepciones que habían llevado al punto del colapso al Estado unos años atrás; entre otras: no hay enemigo interno sino “conflicto político armado”; “transemos” la derrota militar por la “negociación sociopolítico-cultural”. No pude continuar trabajando para la Dirección, naturalmente.
Posteriormente, el “proceso de paz” perdió su fachada de “clavo final de la victoria alcanzada”, recibió el rechazo del elector, y terminó como un tratado de rendición del Estado con rango constitucional. El siguiente gobierno, pese a ser elegido para revertir la sujeción material y simbólica en la que había caído el país, acató con diligencia, y afán de agradar internacionalmente, las condiciones impuestas por el enemigo, facilitó su incorporación dentro de la estructura de poder, y luego se paralizó de miedo ante la arremetida insurrecta en las ciudades.
Luego, los colombianos, ante la zozobra generada por doce años de gobiernos haciendo lo contrario a lo asignado, y con un ramillete político que no supo desenmascarar al sempiterno enemigo de múltiples rostros, terminó facilitando en las urnas la entrega en bandeja de los restos del Estado a quienes ahora adelantan un proceso chapucero de hibridación entre las instituciones republicanas y las formas criminales de una “élite” ascendente, fermentada en las filas y redes del enemigo interno.
A la fecha, parece pues que enfrentar la “combinación de todas las formas de lucha” con la combinación de todas las formas de rendición, solo nos traerá más de la violencia, el crimen, el dolor y el retraso que los inspirados versificadores de la “paz” atribuyen a la guerra.


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