En un país donde la violencia política definió décadas enteras, el reciente intento de asesinato contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no es solo un eco escalofriante del pasado de Colombia: es una alarma estruendosa sobre su presente y futuro peligroso.
Mientras las balas rompían la ilusión del debate democrático y del discurso civilizado, la respuesta del presidente Gustavo Petro y su gobierno ha sido de una indiferencia asombrosa, un silencio deliberado y una cobardía política inexcusable.
El atentado fallido contra el senador Uribe Turbay—una figura joven del conservadurismo que ha alzado la voz contra el gobierno cada vez más autoritario de Petro—no es un acto aislado de violencia. Es el reflejo de una cultura más amplia de hostilidad política que ha echado raíces bajo el régimen de izquierda de Petro. Un régimen que tolera, y a veces envalentona, a los sectores más radicales de su movimiento mientras tilda de traidores a quienes disienten.
Este ataque, ya sea planeado o aprovechado por oportunistas, ocurrió en un ambiente cargado por la retórica “antioposición” y el desmantelamiento institucional deliberado.
El Secretario de Estado estadounidense Marco Rubio no utilizó eufemismos en su declaración publicada en X (antes Twitter). Fue claro y certero al decir: “Hoy en Colombia intentaron asesinar a un Senador conservador. Hace semanas alerté que Petro está demonizando a los que se oponen a él. Lamentablemente esto puede ser solo el comienzo del caos que se viene si el Congreso no lo frena.”
Rubio no sólo expresó preocupación, sino que emitió una advertencia frontal al gobierno colombiano. Es revelador que esta claridad haya venido primero de un funcionario extranjero, antes que del propio presidente de Colombia.
La reacción de Petro—o mejor dicho, su falta de reacción—es reveladora. No emitió una condena inmediata con la gravedad que el momento exigía. Su gobierno lanzó comunicados tibios, plagados de condenas genéricas a “la violencia”, como si se tratara de un acto aleatorio, sin contexto político. No mencionó a Uribe Turbay. No ofreció garantías de protección a la oposición. No dio un mensaje nacional para tranquilizar a una ciudadanía aterrada. Solo silencio—ensordecedor, calculado silencio.
Y ese silencio, ¿Qué implica?
El régimen de Petro ha demostrado reiteradamente desprecio por los críticos, por la empresa privada, por la prensa, y ahora—por omisión—por la vida de sus opositores. Miguel Uribe Turbay ha sido un crítico persistente y articulado del proyecto ideológico de Petro, denunciando su raíz socialista y sus peligrosos vínculos con regímenes autoritarios. Ha alertado sobre la infiltración de la ideología bolivariana venezolana en las instituciones colombianas. Ha cuestionado los coqueteos de Petro con China, Rusia y la izquierda criminal. Por estas posturas, ha sido estigmatizado por los voceros del gobierno como una amenaza, como un reaccionario, como un enemigo.
Y ahora, alguien ha intentado silenciarlo con balas.
Mientras tanto, las relaciones con Estados Unidos atraviesan uno de sus momentos más fríos en años. La cooperación comercial, los programas antidrogas y el intercambio de inteligencia están cada vez más tensos bajo el realineamiento ideológico de Petro. Este atentado corre el riesgo de ensanchar aún más esa brecha.
La declaración de Rubio no es solo un comentario—es una advertencia. Si el gobierno colombiano no puede garantizar la seguridad de los funcionarios elegidos o candidatos que critican su agenda, si continúa tratando a la oposición política como un estorbo prescindible y no como una fuerza democrática vital, entonces la legitimidad del gobierno de Petro en el escenario internacional se desmoronará rápidamente.
Seamos brutalmente honestos: Petro ha fracasado como presidente frente a esta crisis. Ha actuado como jefe de partido, protegiendo a su tribu ideológica mientras deja expuestos a sus opositores. Ha construido una narrativa en la que toda oposición es obstruccionista, elitista o fascista. Esa retórica venenosa alimenta un ambiente en el que los ataques físicos contra figuras como Uribe Turbay son vistos, por algunos, como actos de justicia social y no como crímenes contra la democracia.
¿Dónde están los gritos de la sociedad civil “progresista”? ¿Dónde están los organismos internacionales de derechos humanos que tanto condenaron al gobierno de Duque por mucho menos? Su silencio es tan hipócrita como el de Petro—y tan peligroso.
Cabe resaltar que Miguel Uribe Turbay no es un parlamentario cualquiera. Proviene de una familia que ha servido al país por generaciones. Es educado, firme en sus principios, y uno de los pocos jóvenes conservadores dispuestos a enfrentar la deriva autoritaria de Petro. Un atentado contra su vida no es solo violencia—es un mensaje político. Y si el Estado no responde, se convierte en cómplice.
Volvamos a las palabras de Marco Rubio: “El Congreso de Colombia debe frenar las acciones autoritarias de Petro antes de que sea muy tarde.”
No es una especulación—es una descripción. Bajo Petro, las instituciones han sido debilitadas a través de intimidaciones judiciales, destituciones arbitrarias de figuras de control y la politización de entidades independientes. El atentado contra Uribe Turbay no es una falla aislada del sistema de seguridad—es la consecuencia natural de un gobierno que privilegia la lealtad sobre la legalidad.
Colombia está en una encrucijada. Un camino conduce a la renovación institucional y a un nuevo compromiso con los principios democráticos. El otro camino lleva a un colapso al estilo venezolano—donde la violencia política se normaliza y la disidencia se aplasta no solo con propaganda, sino con balas.
Petro debe rendir cuentas—no solo por lo que ha hecho, sino por lo que ha decidido no hacer. Su silencio dice mucho. Y lo que dice, es aterrador.
La historia no será amable con los líderes que guardaron silencio cuando la democracia fue puesta bajo fuego—literalmente.
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