No cabe la menor duda de que Colombia es un país de regiones. Son varias y, aunque son diferentes de por sí, tienen algo en común: todas tienen una gastronomía deliciosa, exuberante, muy variada. En el centro, el sur, el norte, el pacífico, en los llanos, estemos donde estemos, nos chupamos los dedos.
En el último tiempo hemos visto cómo Colombia aparece de manera constante en los muchos listados de los países donde se come mejor. Eso no pasaba antes, en Latinoamérica veíamos a México, Perú y Argentina en los primeros lugares y nunca aparecíamos nosotros. Pues las cosas han cambiado radicalmente y ahora, hay platos colombianos que se han llevado premios mundiales que los destacan como exquisitos. Eso precisamente fue lo que pasó con la Lechona tolimense; hace unos meses nos enteramos de que la eligieron, entre miles de platos de todas partes del planeta, como el más rico. Impensable, aclarando que me fascina. Como se los comenté hace unas semanas, estuvimos de vacaciones unos días en Estados Unidos, compartiendo con la familia y celebrando los 80 años de una de mis tías. En una celebración muy colombiana, en Fort Mill, Carolina del Sur, el plato central, ofrecido generosamente por mi prima y su esposo, fue este famoso cerdo del Tolima. Nos la devoramos y jugamos Tejo en el jardín de atrás de la casa. Respiramos colombianidad por todas partes, nuestra bandera hizo presencia de variadas maneras y la Lechona nos unió, nos recordó quiénes somos y de dónde venimos. El aguardiente amarillo estuvo también presente en la fiesta.
Las culturas se conocen por su gastronomía, por lo que se come. Cada que tengo la oportunidad de viajar, de conocer un nuevo lugar, lo primero que busco es su comida típica. Su color, su presentación, sus sabores, la forma en que se sirve, me dan información acerca de su gente, de sus costumbres y de cuán importante es la alimentación para esas personas. A veces me encanta lo que pruebo, otras no tanto, pero voy dejando una selección de mis platos preferidos en cada lugar y, si regreso, vuelvo a comerlo porque es lo que me hace sentir que estoy felizmente de vuelta.
En México aprendí a comer picante, extraño sus tacos de carnitas y especialmente, su pozole, su pastel azteca y el agua de horchata y su sabor que me acompañan constantemente; cada que visito Lima mis amigos peruanos saben a dónde llevarme para disfrutar de sus anticuchos, de sus ceviches y del ají de gallina, siempre acompañados de una Inca Kola fría; cuando estoy en España no dejo de probar los huevos rotos con jamón serrano, sus paellas, las tortillas y mi visita en Madrid a La Campana para comerme un bocadillo de calamares es tradición; en Alemania busco los mejores kebabs -invento gastronómico de los turcos en suelo alemán- y consumo salchichas y schnitzel como si no hubiera un mañana; en Estados Unidos no falta mi visita diaria al Dairy Queen -el cono mediano de vainilla cubierto de chocolate me vuelve loco-, y ahora a Five Guys para comerme una deliciosa hamburguesa; si se logra la visita a desayunar al iHop bien, y si no, Cracker Barrel es una buena opción; en Canadá disfruto mucho ir a Tim Hortons. Eso hago en mis viajes.
Pero en Colombia unos fríjoles, un ajiaco, un buen sancocho, un pollo asado, una empanada de queso, un chorizo, el chicharrón, hacen parte de mis preferidos. La maldita gota que me acompaña desde hace casi 20 años me limita enormemente, pero de todas maneras “me desordeno” y disfruto estos platos. Y otros, como la mamona llanera, los pescados fritos y sancochados, el cabro, una chuleta valluna acompañada de aborrajados y marranitas, me hacen olvidar los viajes al exterior, despiertan con fuerza mis gustos y mis genes, me recuerdan quién soy y a dónde pertenezco.
Bendita Deméter cuando decidió que Colombia fuera el paraíso para quienes disfrutamos de la comida y hoy orgullosamente vemos cómo el mundo así lo reconoce.
Mientras tanto, cómo gozamos con el 8 a 0 de nuestras futbolistas en Copa América; Bolivia no vio una y la selección, respetando a su rival, se dio un festín. ¡Enhorabuena!


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