Qué tristeza, de verdad.
Uno mira a la izquierda colombiana y no puede sentir otra cosa. No rabia, no burla, no desprecio: tristeza. Tristeza por lo que pudo ser y no fue. Por la oportunidad histórica que tuvieron —y desperdiciaron— de construir una izquierda inteligente, moderna, estructurada. Una izquierda con ideas, con argumentos, con técnica. Una izquierda que pudiera sentarse a la mesa a debatir de igual a igual, sin gritar, sin estigmatizar, sin infantilizar al país.
Pero no.
Se dejaron cooptar por el pobrecismo, por la ideología reduccionista, por el anti-todo. Entregaron el debate por la indignación, la propuesta por la consigna, la construcción por la rabia. Y lo más grave: se entregaron a un liderazgo que no los representa en lo intelectual ni en lo moral. Un liderazgo que no gobierna: improvisa. Que no reforma: destruye. Que no convence: grita.
Colombia sí merece una izquierda. Pero no esta. Merece una izquierda que sepa lo que significa crecer sin desigualdad, redistribuir sin matar la inversión, garantizar derechos sin dinamitar las instituciones. Una izquierda que entienda que el mundo es complejo, que el Estado tiene límites, que las decisiones tienen costo, y que la técnica no es el enemigo, sino el camino.
Se puede discutir con ideas. Se puede disentir con argumentos. Lo que no se puede es debatir con fanatismos. Y mucho menos, con un culto personalista disfrazado de proyecto político. Porque esto no es izquierda: es oportunismo con estética de protesta. Es populismo maquillado de cambio. Es el fracaso de una ilusión.
Hoy queda claro:
El gallo no era Petro.
El gallo era la posibilidad de una izquierda sensata, moderna, democrática, que se perdió en el camino por seguirle el canto al que más gritaba.
Qué tristeza. Porque sí se podía.
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