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El héroe nacional es indispensable

por | Jul 16, 2025 | Opinión | 0 Comentarios

Abraham Lincoln no alcanzó en vida, ni de manera inmediata después de su asesinato, la estatura épica que tiene entre los estadounidenses. Con el pasar de los años, para la nación y el Estado norteamericano, resultó claro que, gracias a este gobernante, a sus atributos individuales, se salvó la Unión, se abolió la esclavitud, se preservó la democracia y se sentaron las bases del surgimiento de los Estados Unidos como potencial mundial.

Lincoln también creció como héroe popular, dada su personalidad afable, sinceramente empática y el trato respetuoso que irradiaba. Su férrea conducta ética, su mente disciplinada y vigorosa –al tiempo que afligida–, su gran sentido de la narración y del humor, así como su temple y resolución, saltaron a la vista de todos, especialmente durante los desafíos que enfrentó siendo presidente; lo que sembró entre coetáneos una descripción del hombre que alimentaría luego la leyenda. De formas sencillas, moldeadas por un origen geográfico y social común, el pasó por el ejército, las experiencias de trabajo manual, y las demandas de dedicación y esfuerzo para convertirse en abogado y avanzar como político. Pero el trasegar por escenarios ordinarios no equivalía a que Lincoln no reconociera las escalas de valor de lo bello y elegante, a que odiara la fealdad, el desorden, la improvisación y la vulgaridad; a que lo acongojara la ignorancia. De ahí que avanzará tan rápido su presentación como hombre a emular, primordialmente en su “enorme capacidad de crecimiento”, como la describe su biógrafo David Herbert Donald; y se convirtiera en fuente de inspiración para los pequeños, modelo de rol para los gobernantes de todo nivel, versión magnificada de los rasgos que trata de cultivar todo un pueblo.

Esta asignación de las categorías de héroe popular y héroe épico proceden del magnífico estudio sociológico de Barry Schwartz (2000): Abraham Lincoln and the Forge of National Memory. Con abundante material historiográfico y un refinado desarrollo argumental, Schwartz consigue recuperar una línea de investigación que no tiene problemas en evidenciar los efectos concretos, significativos y duraderos de los hombres excepcionales en el curso de la estructuración de las sociedades. La historia no solo descansa en estructuras, procesos, funciones, poblaciones, movimientos, fuerzas o clases sociales. También descansa sobre hombros de gigantes. En la formación de los Estados nación, nunca hacen falta héroes épicos a lo largo de su historia; especie de “variable” indispensable para su continuidad y éxito. “Cualquiera que sea el costo para nuestro orgullo, debemos reconocer que Dios creó dos tipos de hombres muy diferentes: los grandes y los pequeños”, decía Émile Durkheim.

El héroe épico materializa y fija entre sus pueblos ideales y valores depurados, llevando a cabo hazañas, principalmente militares, y venciendo adversidades que se perciben insuperables; además de conseguir abrir caminos de desarrollo antes impensados. Los pueblos terminan tratándolos con veneración y les otorgan una “mayestática lejanía”. El héroe épico no es pues un profeta, que evangeliza sobre un nuevo “edén” y un nuevo “camino de salvación”, que da la casualidad de pasar obligatoriamente a través suyo. El héroe épico no necesariamente debe ser popular, pero para fortuna de la memoria colectiva de Lincoln, ambos rangos se reforzaron mutuamente, y es él al mismo tiempo enaltecido y digno de imitar. Al fin y al cabo, un hombre corriente no podría ser el representante de una nación grande y poderosa. Así como un hombre encopetado y cobardón no podría ser el representante de una democracia popular.

La formalización de la posición del mandatario político-militar de una nación se alimenta del anhelo de “rutinización del carisma”, como lo denomina Max Weber, en tanto intento de preservar el fuego unificador alrededor de los propósitos superiores que introdujeron o recuperaron en su momento héroes épicos como Lincoln. Sin embargo, la mala racionalización de requisitos y los procedimientos laxos para ocupar el cargo conllevan el arribo de personas apenas funcionales, y cada vez con mayor frecuencia la de impostores, cuando no de criminales. Además, dado que no hay exámenes estandarizados que califiquen el nivel de heroísmo ni cursos en prestigiosas universidades del extranjero que lo certifiquen, solo cabe esperar que el estado funcional del campo político no frustre o elimine a aquella persona colosal, que extrae exclusivamente de sí misma la fuerza que le permitirá llevar a cabo las hazañas necesarias para establecer el tipo de orden colectivamente anhelado.

Si en un país los candidatos a primer mandatario se cuentan por decenas, todo indicaría que se ha producido una grave desvalorización de la posición. Mostraría que el largo listado de obligaciones que encarna el ejercicio de una presidencia se viene incumpliendo o traicionando sistemáticamente con impunidad, al punto que cualquier político trivial se evalúa capaz de entregar tan poco. A fin de cuentas, el anterior filtro procedimental bipartidista, y las tradicionales reglas informales de reconocimiento mutuo entre políticos, respecto a quiénes realmente podían aspirar a ser mandatarios de la nación porque han “hecho la carrera política”, han demostrado “talla de estadista” o cuentan con el “carácter requerido”, se han desdibujado por doquier, hasta su conversión en un escenario ferial de actores, de bufos. Será siempre importante que se manifieste y pruebe contra la realidad la voluntad de poder desprovista de frívola ansiedad de estatus, pero más relevante es que sus portadores se abstengan de buscar la máxima meta gracias a una auto evaluación que le señale la falta actual, probablemente irremediable, de las fortalezas mínimas.

En mayo de 1860, cuando Lincoln ganó la nominación de su partido a la presidencia, los Estados Unidos trazaron su mejor futuro posible basados en concepciones correctas sobre el valor de la excepcionalidad. Doris K. Goodwing, biógrafa también de Lincoln, señaló sobre este momento: “Finalmente, la profunda y elevada ambición de Lincoln —‘una ambición’, observa [Don E.] Fehrenbacher, ‘notablemente libre de mezquindad, malicia y excesos’— tenía poco en común con la descarada obsesión de [Salmon P.] Chase por el cargo, la tendencia de [William H.] Seward al oportunismo o la ambivalente ambición que llevó a [Edward] Bates a retirarse de la función pública. Aunque Lincoln anhelaba el éxito con la misma vehemencia que cualquiera de sus rivales, no permitió que su afán por el cargo consumiera la amabilidad y la generosidad con las que trataba por igual a partidarios y rivales, ni alterara su firme compromiso con la causa antiesclavista. Al final, aunque quienes nominaron a Abraham Lincoln en Chicago quizá no reconocieran todas estas cualidades, eligieron al mejor hombre para el desafío supremo que se cernía sobre la nación”.

Leandro Ramos

Leandro Ramos

Sociólogo con maestría en seguridad pública. Investigador académico, docente universitario y consultor organizacional. Ex director del Instituto de Estudios del Ministerio Público

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