Hoy, al ver el deterioro de la paz y de la seguridad pública y privada bajo el liderazgo del presidente Gustavo Petro, me encontré con un artículo que escribí hace casi diez años. En esa ocasión defendí la tesis de que el verdadero “colombiano de la historia” no era Bolívar, ni Santander, ni Gaitán, ni Galán, ni Uribe. Era Tomás Cipriano de Mosquera, cuyo espíritu masón aún se cierne sobre nuestra amada Colombia.
Ese texto superó las 20.000 impresiones en LinkedIn y generó un intenso debate. Hoy creo que es mi responsabilidad escribir esta segunda parte, para actualizar la reflexión y examinar cómo, a pesar de los acuerdos de paz y de los intentos de reconciliación, Colombia sigue atrapada en un círculo de violencia y división.
Mosquera, el símbolo oculto
Mosquera representó en el siglo XIX la corriente masónica que buscaba cambios sociales profundos frente a una élite conservadora que defendía privilegios. Desde entonces, esa lógica ha marcado la vida nacional: detrás de presidentes liberales, reformas sociales, e incluso de insurgencias armadas, siempre aparece la sombra —o la guía— de la masonería.
No se trata de satanizarla, ni de endiosarla. Es reconocer que su legado de fraternidad, discreción y reformas sociales ha sido un factor determinante en los momentos de quiebre.
De La Habana al presente
Cuando en 2016 se firmó el Acuerdo con las FARC en La Habana, escribí que no había sido una simple casualidad histórica. Santos, con vínculos familiares y políticos con la tradición masónica, jugó el papel de ficha clave en un plan cuidadosamente preparado: evitar la aniquilación de las FARC y garantizarles una salida política.
El resultado fue histórico: entrega de armas, curules, participación democrática. Pero también limitado: incumplimientos en la implementación, desconfianza mutua, disidencias armadas y una violencia que nunca cesó del todo.
La mutación del conflicto
Hoy, la violencia en Colombia tiene un rostro distinto. Las FARC ya no son un solo ejército, sino múltiples facciones con intereses divergentes. El ELN, lejos de debilitarse, se expandió territorialmente. Y el vacío lo llenaron economías criminales ligadas al narcotráfico, la minería ilegal y el tráfico de migrantes.
La guerra en Colombia ya no es una confrontación ideológica clara: es una red fragmentada de violencias que se alimentan de la pobreza, la corrupción y el abandono estatal.
La paz total como reedición
El actual gobierno promueve la idea de una “paz total”: sentar en la mesa a todos los actores armados al mismo tiempo. Noble en teoría, pero caótica en la práctica. ¿Cómo negociar con grupos tan diversos y sin una agenda común?
Aquí surge de nuevo mi pregunta: ¿hay una lógica masónica detrás de este intento? Tal vez no en sentido literal, pero sí en el espíritu de impedir la desaparición total de los rebeldes, mantener un balance de fuerzas y abrir la puerta —una vez más— a reformas sociales profundas.
Continuidad histórica
Lo fascinante de Colombia es que nuestra historia parece circular:
– Los masones del siglo XIX impulsando reformas sociales contra la oligarquía conservadora.
– Los líderes del siglo XX pactando el Frente Nacional para evitar la destrucción mutua.
– Santos en el siglo XXI garantizando que las FARC no fueran borradas del mapa.
– Y ahora, la “paz total”, como un nuevo intento de negociar la supervivencia en medio del caos.
¿Sigue existiendo un “plan maestro” masón? ¿O la fragmentación actual demuestra que Colombia perdió ese timón oculto y está a la deriva?
Conclusión provocadora
En 2016 cerré mi artículo diciendo que ojalá el espíritu de Hemingway inspirara a las FARC para su “Adiós a las armas”. Hoy, casi una década después, la realidad es muy distinta.
El país no solo enfrenta la fragmentación de las violencias, sino que además está bajo el liderazgo de Gustavo Petro, un hombre que, pese a su falta de educación formal, ha construido un liderazgo incendiario y profundamente divisivo. Su discurso permanente de confrontación y victimización ha debilitado la institucionalidad, fracturado la confianza y, en gran medida, es responsable del deterioro de la paz y de la seguridad pública y privada que sufrimos hoy.
Si en el pasado los masones parecían mover las fichas con cálculo y estrategia, lo que vemos ahora es un incendio sin plan maestro, donde Petro juega el papel de pirómano político. Tal vez el espíritu de Mosquera aún ronde sobre Colombia, pero lo cierto es que en esta etapa Gustavo Petro se ha convertido en el principal arquitecto de nuestra catástrofe actual.


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