El desafío actual es pensar el rumbo que tomará Colombia, cuando se enfrenta a algunas de las condiciones de seguridad más difíciles e importantes desde la firma del Acuerdo de Paz con las FARC en 2016. La desarticulación de grupos armados, el aumento de la violencia en territorios periféricos, la presión de economías ilegales y las ambigüedades de la política de “paz total” han sacado a la luz una falla estructural: la falta de una estrategia coherente, articulada y a largo plazo que intensifique todos los medios del poder nacional para asegurar la seguridad del Estado y sus habitantes.
El momento actual reafirma la fragilidad del Estado colombiano para diseñar una gran estrategia nacional, como un lugar de concepción política superior que guíe la utilización del poder a favor del interés estratégico. A pesar de su seductora idea construida de “sistema de paz total”, esta nunca se ha hecho realmente efectiva y articulada entre los aspectos políticos, militares, económicos y sociales. Ceses al fuego, mesas de diálogo y anuncios de desmovilización se han formulado en un clima de confusión sobre los objetivos nacionales y en ausencia de una hoja de ruta estratégica en la que se hayan materializado los esfuerzos del Estado.
Las organizaciones sociales han documentado 71 asesinatos de líderes sociales entre enero y mayo de 2025, particularmente en los departamentos de Cauca, Nariño y Putumayo. En Catatumbo, el enfrentamiento entre el ELN y los disidentes de las FARC ha causado más de 100 muertes y el desplazamiento de 56,000 personas. A pesar de la fuerza militar y las medidas extraordinarias, la capacidad del Estado para comandar su territorio es débil. Esta crisis no es simplemente de violencia armada, sino una expresión de la incapacidad del Estado para internalizar estas armas combinando herramientas de seguridad, desarrollo y legitimidad en una estrategia nacional.
La ausencia de una cultura estratégica en Colombia se expresa a través de la improvisación política, el cortoplacismo institucional y una fragmentación entre los sectores civiles y militares. La estrategia no es meramente un enfoque operativo o un régimen táctico: demanda un conocimiento íntimo de los conflictos humanos, la lógica del poder y las capacidades reales del Estado. Como advierte la literatura estratégica actual, una gran estrategia no debería simplemente apuntar a ganar guerras, sino a evitarlas, a moldear el entorno y crear condiciones duraderas de seguridad y estabilidad.
Sin embargo, en Colombia observamos una lógica reactiva que prevalece, en la cual las acciones del Estado responden a la crisis contingente pero sin articularse con fines estratégicos evidentes. Por ejemplo, mientras algunos actores armados se desmovilizan, otros se expanden, aumentan su presencia territorial y diversifican sus actividades ilegales aprovechando la confusión institucional. La brecha entre la política de seguridad y la política social, entre la inteligencia estratégica y el desarrollo regional, refleja una profunda falta de coherencia en la gestión del poder nacional.
Además, la falta de articulación del pensamiento civil-militar, ha obstaculizado el desarrollo de una doctrina integral de seguridad nacional. El divorcio entre política y defensa ha resultado en operaciones militares sin intención política, renovación institucional sin apoyo operativo y planes de desarrollo desvinculados de la situación de seguridad real en el territorio. Este vacío de estrategia lleva a una degradación de la capacidad del Estado para gobernar, disuadir y demostrar legitimidad.
En este sentido, es imperativo adoptar un enfoque de teoría estratégica, como arquitectura orientadora para moldear, implementar y evaluar políticas de seguridad. Eso significa renunciar a la actitud sectorial a favor de un enfoque sistémico donde los diversos elementos del poder – militar, diplomático, económico, informativo – se pongan al servicio de un claro interés político superior definido. La seguridad no necesita equipararse simplemente con la paz, sino como la consolidación, representación y proyección del Estado.
Esta perspectiva clausewitziana sostiene que es la política la que debe dirigir la estrategia, no al revés. Esto representaría también una ruptura con el enfoque tecnocrático o policiaco que reduce la seguridad a niveles reducidos de homicidios o arrestos, respectivamente, en favor de una visión integral en la que el poder nacional se utilice para construir un proyecto político legítimo, sostenible y autónomo. Solo puede hacerlo asegurando que las estructuras de seguridad y gobernanza estén en su lugar.
Una estrategia nacional exitosa implicaría por lo tanto redefinir los intereses centrales del Estado colombiano. Estos intereses son: soberanía territorial, orden constitucional, estabilidad del sistema político y seguridad energética, si se quiere ser más realista. Pero también deberían señalar un movimiento hacia el fortalecimiento de la autonomía estratégica, el afianzamiento de alianzas regionales y la participación activa en foros multilaterales.
Esto requiere al menos tres líneas de acción, hablando operativamente. Primero, articular una doctrina de defensa nacional, basada en la interoperabilidad de las fuerzas del ejército y de los sectores civiles, que tenga un fuerte elemento de inteligencia estratégica, precedido por la planificación anticipada y la gestión del conocimiento. La segunda es aumentar el control del territorio en áreas estratégicas de la frontera oriental, costa del Pacífico, Amazonas y corredores de narcotráfico. Tercero, construir una política exterior y de seguridad cooperativa y autónoma que no permita la sujeción a las agendas externas y que fortalezca la capacidad del Estado colombiano para liderar iniciativas regionales.
La idea del centro de gravedad de Clausewitz puede ser útil para priorizar estos esfuerzos. En el escenario colombiano, los centros de gravedad estratégicos no están solo en el poder militar del enemigo, sino también en la legitimidad del Estado, la cohesión social y la confianza institucional. La estrategia debería ser proteger y revivir estos centros, no solo con armas, sino con política, dinero y símbolos. Para restaurar estos centros de gravedad hay una necesidad de reconstituir el control del Estado sobre el territorio, articular el binomio seguridad y bienestar, y consolidar el contrato social.
Finalmente, el desarrollo de una gran estrategia demanda una cultura estratégica que esté basada en la educación, la reflexión crítica, la creación de conocimiento y el consenso político. La estrategia no es un documento independiente o un programa de seis años, sino una forma de pensar sobre el poder y una visión para el futuro del Estado. Las lecciones de otros países muestran que las estrategias bien respondidas no son la respuesta, sino estrategias que de alguna manera previenen, moldean o neutralizan crisis; hacen esto articulando un claro sentido del interés nacional y haciéndolo repetible en forma institucional.
En conclusión, Colombia debe construir una gran estrategia nacional que supere este enfoque reactivo, fragmentado y ad hoc de su política de seguridad. Debe ser una estrategia práctica y comprehensiva para el avance del poder del Estado en todos sus aspectos. Esta es la única manera en la que puede enfrentar tanto los desafíos de seguridad contemporáneos como futuros, proteger su soberanía, reforzar la legitimidad doméstica y manejar su propia narrativa en un sistema internacional inherentemente volátil y competitivo.
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