Es un hecho notorio. La expresión vital de las dimensiones de una vida ética se encuentra en rápida extinción en Colombia. El aumento de la cantidad de personas que desacatan la ley salta a la vista, desde las proscritas como conductas de mayor punibilidad y más repudiables, hasta aquellas que permiten el afloramiento de un trato respetuoso y civilizado. Por su parte, cada vez son menos los que logran asociar que el ordenamiento jurídico que los rige procede de valores con una larga historia de decantación religiosa, secular, política o conceptual. Las conductas de muchos parecen no considerar por defecto y de manera anticipada eliminar o evitar la provocación de daños a conocidos y desconocidos en la realización de sus intereses.
Tristemente, ya casi nadie afirma que su vida conforme a la ley, su observancia de valores superiores o doctrinas morales, y su respeto por el otro, procede ante todo de la convicción personal; la cual no requiere de una policía externa capaz de imponer conductas o preceptos, mas de una fuerza interna que hace que este tipo de persona no pudiese aceptarse a sí mismo si se comportara de otra manera.
Acatar la ley, reconocer o profesar una moral, precaver el daño y forjarse una vida ética, es realizable y común entre naciones con grandes poblaciones, las cuales se reconocen al mismo tiempo como desarrolladas, civilizadas y cultas. Una nación éticamente saludable no es tanto el resultado de programas de enseñanza explícita de la ética (aunque tampoco son infructuosas), como de una prolongada exposición a un conjunto de sistemas sociales que funcionan sobre escalas coherentes de principios y valores, por un lado, y de recompensas y sanciones, por el otro. Veamos. Hace apenas unas décadas, estaban claros los fines del desarrollo material individual (vivienda, alimentación, salud, trabajo, urbanización), colectivo (seguridad, justicia, salubridad, educación, bienes públicos) y de elevación y avivamiento de la cultura, lo que produjo simultáneamente canales de elaboración, socialización y unificación ética.
Sobre los cimientos de esos fines del desarrollo, Colombia consiguió durante el siglo XX un movimiento poblacional de crecimiento y generalización ética, con potencial de sofisticación. Esto se tradujo en la práctica en un modo de ser nacional de sujeción a la ley, civismo, estudio, trabajo, ahorro, mérito, empresa, goce cultural, familia, confianza mutua, alegría. Todo lo que contradecía este crecimiento nunca dejó de palpitar y rebrotar aquí o allá, pero con fuerzas menguantes.
Luego, todo cambio. Desde finales de los ochenta y en adelante, Colombia permitió la corrosión de sus bases institucionales recientemente establecidas. La criminalidad guerrillera-narcotraficante y político-electoral capturó progresivamente y con éxito creciente un Estado que apenas maduraba. El ordenamiento jurídico se fue desnaturalizando ideológicamente a partir de los noventa, tornando lo punible, repudiable o regulable una cuestión de perspectiva, opinión, jurisdicción, o victimización artera. A la fecha, sus operadores ni aun así consiguen la simple disuasión del delito, de la falta disciplinaria o de la contravención policial mediante casos emblemáticos; mucho menos pueden reducir la impunidad real.
A su vez, las doctrinas morales enmudecieron, estupefactas ante la avalancha internacional que dinamitó las escalas de valor centenarias a cambio de unos escombros ofrecidos como legos psicoactivos para armar individualmente. El esfuerzo generacional por estudiar, profesionalizarse, trabajar duro, construir patrimonio, respetar las crecientes reglas de juego, ganar limpiamente en cada ámbito de acción social o disfrutar de mejores productos culturales, perdió fuerza y cayó en estridente entredicho. Aquel colombiano apegado a una vida ética dejó de ser motivo de admiración para convertirse en objeto de una burla condescendiente. El recto “no entiende cómo es la vuelta”. No es una sorpresa por tanto cómo la degradación infiltró la maquinaria nacional de todo escaso pero valioso logro civilizatorio alcanzado: de ahí la excrecencia antiética de la vida colectiva, bajo la forma de abscesos complementarios: mentalidad y exhibicionismo “traqueto”; avances individuales mediante tráfico de favores; propensión entusiasta a participar en “torcidos”; favorecimientos exclusivos por parentesco o complicidad; autovaloración sujeta a la “popularidad”; entre otros. En suma, la ontología del ladino, del “berraco”, del chambón iletrado.
Los niveles de vida ética que aún atesoran las generaciones del siglo XX, en la privacidad de sus hogares o mentes, y que intentaron contra múltiples fuerzas transmitir a las nuevas generaciones, seguramente aguardan aún el advenimiento de un cambio restitutivo, con dirección hacia la reparación de la ley y la instauración de una nueva estirpe de operadores de seguridad y justicia; también el resurgimiento de misioneros éticos fundados en aterrizar situacional e individualmente las escalas de valor éticas depuradas durante siglos por la cultura occidental religiosa, filosófica y literaria. No caerán de nuevo ante falsos profetas y hechicerías de “cultura ciudadana”. Estarán tal vez dispuestos a salir adelante una vez más, a jugar limpio y competitivamente el partido del saber validado y el trabajo duro, a priorizar lo perennemente valioso, a practicar la fiesta, gozar el espectáculo y cultivar lo difícil. Pero seguramente los alcanzará la muerte mientras observan los episodios pendientes de la actual barbarie en excitación.
0 comentarios