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La perversidad de los sicarios jóvenes

por | Jun 22, 2025 | Opinión | 0 Comentarios

El sicario que ejecutó el brutal y resuelto intento de asesinato de Miguel Uribe, frustrado por la fuerza vital del senador, la medicina moderna y la energía positiva de una familia y nación en oración o buenos deseos, hace surgir entre muchas personas valoraciones conflictivas por sus 15 años de edad.

De acuerdo con la prensa, entre las condiciones de emergencia del sicario se encuentran: huérfano de madre, con padre ausente y violento, pobre, sin supervisión adulta efectiva, desescolarizado y con drogadicción severa. Sobre estas condiciones fermentaron luego las dinámicas del encuadramiento criminal. El sujeto, con su grupo de pares convertidos en pandilla, comenzó a entrenar sus expresiones violentas, ganó habilidad en cometer delitos económicos, incrementó su consumo de drogas y continuó luego subordinándose a una banda delincuencial, que a su vez se alquila a criminales con más poder.

El país está bien enterado de la capacidad de múltiples organizaciones criminales en Colombia para planear, financiar y ejecutar con impunidad magnicidios y toda clase de fechorías. Su crecimiento desde mediados de los setenta y su progresiva captura del gobierno y la política, suelen activar las dinámicas de conversión de jóvenes en condiciones adversas en criminales endurecidos, a imagen y semejanza de sus “patrones”. Cómo olvidar además que la modalidad de selección y preparación de sicarios jóvenes nace en los denominados “campamentos de paz” que autorizó el gobierno nacional en áreas urbanas populares durante el “proceso de paz” con la guerrilla del M-19 a medidos de los años ochenta. De allí surgieron varios de los menores de edad que utilizaría el Cartel de Medellín como asesinos prescindibles.

El contraste pues entre las penurias sociales e individuales del joven, y la miseria de su acto, no deja pues de crear un aprieto a la hora de calificar la índole de una persona de este tipo y el destino que debería enfrentar de ahora en adelante. Sin embargo, no hay porque resistir, de ser el caso, lamentar unas condiciones sociales adversas, enfurecerse por el fácil encuadramiento criminal de jóvenes “vulnerables”, y al mismo tiempo considerar que este sicario es una persona perversa, consciente de sus actos y sumamente peligroso para la sociedad entera; quien debe ser castigado ejemplarmente, mantenerse incapacitado por muchos años y sin espacio para la victimización pública, mucho menos rehabilitante.

Además, la criminología, en tanto disciplina científica interdisciplinaria, no alimenta tampoco ambivalencias. Su objetivo es describir, no prescribir. Ante su objeto de estudio: la conducta violenta o delictiva; llega a demostrar a nivel individual el peso ineluctable de determinaciones individuales (genéticas, neurológicas, biológicas) o de entorno (social, situacional) en su manifestación. Determinaciones que provocan en el sujeto la oposición consciente a la adopción y práctica de virtudes mínimas o colectivamente valiosas. De lo cual se sigue el desarrollo de conductas viciadas, anómicas, con grandes probabilidades de instaurar o despertar en algunos una especie de “maldad”, en tanto estructura de comportamiento irreversible, irremediable, prolífica.

Por tanto, de las evidencias de asociación o causalidad de la criminología no cabe extraer ninguna justificación, ni deben usarse para soportar la victimización del victimario, la atenuación de su responsabilidad o evitar la contención de su amenaza. La “política criminal” y el derecho penal de un país debe elaborarse consultando el saber criminológico, pero ante todo y primordialmente anclando la perspectiva punitiva al canon moral de la nación. Una labor institucional, en consecuencia, cuya relatoría la tiene el legislador. La “política criminal” debiera pues ser el fruto de una reflexión colectiva sobre el tipo de conductas que se sanciona; pero especialmente sobre el modo como se procesan, castigan y aplican condenas a sus perpetradores; así como sobre las medidas fácticas que se tomarán para proteger a la sociedad de estas amenazas andantes. Solo así se establece un mecanismo de prevención de la multiplicación y agravamiento de la violencia y el crimen. La “política criminal” de Estado es, finalmente, una labor de raciocinio moral, que se rige por juicios de valor. No puede posar de “elaboración académica”, con aires de superioridad intelectual o “humanismo” genérico, mientras recita mal la fundamentación conceptual y teórica procedente de las ciencias sociales.

Por su parte, Colombia cumple varias décadas desbaratando este raciocinio moral a cargo de una serie de “penalistas” que han terminado por derribar la protección ante al crimen mientras “denuncian” un imaginario “populismo penal”, o “peligrosismo”, y entregan por doquier “rebajas de penas”. En el caso de la responsabilidad penal de los “niños, niñas y adolescentes”, el enfoque impuesto pretende hacer creer que la “restitución” o “restablecimiento” de “derechos” puede modificar extemporáneamente los efectos irreversibles del complejo y prolongado condicionamiento social que dio emergencia a jóvenes que están vinculados o hundiéndose en una carrera criminal.

Han sentenciado además estas corrientes que desde tierna edad el ser humano es capaz de “opinar” y “expresarse” sobre todo lo que le concierne, aunque exactamente antes de los 18 años no serían capaces de practicar la diferencia entre daño y bondad. De esta manera, cuando un joven ha cruzado la línea hacia la violencia y el asesinato, esta ideología de crianza libertaria e ilusa inculcada a padres y a todos en general, de repente no tiene nada que ver con el resultado, y asigna fallas o déficits a los adultos, la “sociedad”, el “sistema”. Ojalá existiera la fórmula para revertir el nivel de perversidad alcanzado por un sicario joven, pero las mejores opciones de intervención con metas muy modestas para este tipo de personas solo ocurren antes que hubiesen traspasado puntos de no retorno.

Esta apretada presentación de argumentos, me excusará el lector, fue extensamente desarrollada en las investigaciones que dirigí entre 2003 y 2008 para el Instituto Distrital de Protección a la Niñez y la Juventud (IDIPRON), las cuales dieron como resultado la publicación del libro: Características, dinámicas y condiciones de emergencia de las pandillas en Bogotá. En la primera medición de pandillas en la ciudad, encontramos 691 grupos, y auto reporte de comisión de cientos de asesinatos en sus enfrentamientos. En la segunda medición (2007), el número de registro se elevó principalmente por razones metodológicas a 1.319 grupos, y se obtuvieron de nuevo varios centenares de asesinatos reportados por sus integrantes. Algunos de estos grupos reconocieron cometer sicariato.

Reeditamos también el mundialmente celebrado modelo pedagógico para niños y jóvenes habitantes de la calle escrito por el padre Javier De Nicoló (Musarañas). Con una visión y método sin idealizaciones sobre la naturaleza psicológica de este agitado período de la vida, siguiendo a Piaget; y sin dudas sobre las acciones necesarias de disciplina o remisión judicial y psiquiátrica de ciertos casos.

Lamentablemente, la promoción de De Nicoló de la investigación académica se eliminó, y su exitosa manera de intervenir a esta población se desdibujó luego de su retiro para ponerla al servicio de tendencias ideológicas que rindieran de paso políticamente. No sabemos que podría haber ocurrido con el encuentro reportado por la prensa entre los gestores del IDIPRON y el sicario que atentaría luego contra el senador si en aquella ocasión hubiesen sabido vincularlo al tipo de procesos que reducían el peso de la calle y del encuadramiento criminal de tantos pandilleros en Bogotá años atrás.

Leandro Ramos

Leandro Ramos

Sociólogo con maestría en seguridad pública. Investigador académico, docente universitario y consultor organizacional. Ex director del Instituto de Estudios del Ministerio Público

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