No obstante ser elegido para revertir las condiciones impuestas por el enemigo interno que ha arrullado la clase política tradicional colombiana durante décadas, el gobierno anterior sigue sin recibir una evaluación pública por parte del establecimiento y del partido político que lo llevó al poder.
Ante el reto asignado de encarar las consecuencias de un tratado de rendición del Estado que se rechazó en un plebiscito pero en todo caso se impuso con una “oposición” anuente y mañas politiqueras fast-track, fue desconcertante observar el nivel de ligereza e incompetencia con que el gobierno que inició en 2018 encaró desde el primer día la expansión de la infección material y simbólica que padecen los colombianos por cuenta de una multifacética criminalidad.
(1) Los “firmantes de la paz” reactivaron al día siguiente el control violento de territorios, así como de los tráficos y rentas asociados; (2) se relanzaron una vez más “mesas de negociación” con los que no entraron antes en la paz a pedazos, en medio de actos miserables de terrorismo; (3) la “protesta social” coronó, según lo planeado por la avanzada de civil, una arremetida insurrecta en las ciudades; (4) la migración venezolana se legalizó y promovió sin criterio técnico sobre sus efectos en la seguridad nacional y su impacto socioeconómico en el largo plazo; (5) el régimen venezolano maduró su territorio como retaguardia estratégica de todos los enemigos internos de Colombia, pese a los “cercos diplomáticos” y conciertos musicales organizados en su contra; (6) las fuerzas militares y de policía, profundamente desmoralizadas por ocho años previos de debilitamiento doctrinal y operativo, continuaron su rápido descenso hasta alterar la confianza de su personal: en el plano económico, en la valoración de la carrera, y en la sensación de protección institucional ante la estigmatización pública y la persecución legal; (7) la burda violación al principio de igualdad ante la ley y la fractura jurisdiccional que significó la aprobación de la Jurisdicción Especial para la Paz, apenas se respondió con una bravata televisada de “objeciones presidenciales” y trámites de “actos legislativos”; (8) lo anterior y otros hechos en seguridad quedó redondeado con una ausencia mortal políticamente: nunca se elaboró, menos se proclamó con convicción e insistencia a los cuatro vientos, un discurso del poder legítimo, republicano, que contrarrestara la avalancha de múltiples “narrativas” de la “resistencia” reclamante; (9) en los demás sectores no se observó tampoco ningún cambio de valor; (10) etc.
Así que el actual gobierno no ganó las elecciones solo con financiación ilegal, clientelismo habitual, posiblemente con trampas electorales y gracias a la convergencia de toda la izquierda que se movilizó con entusiasmo borrego. El margen de colombianos que siempre da la victoria para presidente, pese a los grandes bloques del electorado que vota por “militancia” o “simpatía ideológica” (“voto de opinión”), o por un módico pago ahora o más adelante (clientelismo y corrupción), es parte del mismo grupo que venía colocando presidente desde 2002, guiado por un claro anhelo de orden, institucionalidad, educación y crecimiento económico con estabilidad.
Pero en aquel momento, con un partido político de gobierno que no encaró ante el electorado el fracaso de la gestión de su propio presidente, ese conglomerado crítico que crea la mayoría democrática, permanentemente frustrado y engañado, con rasgos de indefensión aprendida luego de un período de violencias crecientes y degradantes, más un gobierno atemorizado y paralizado, y ante la zozobra en segunda vuelta que despertaba uno de los peores representantes posibles del viejo establecimiento, termina pues apostando por el verdugo que ha rejurado no volver a ejecutar la pena de muerte a la república, sino convertirla en una “potencia mundial de la vida». Ese conglomerado poblacional que ningún candidato puede dar por sentado, que los costosos mercadotecnistas nunca logran moldear con sus artilugios de imagen porque su pragmatismo es autónomo, de poco sirve descalificarlos por lo ocurrido en las elecciones de 2022.
Los que esperan suceder desde orillas programáticas contrarias a la madeja criminal que terminó tomándose las ramas del poder público, deberían más bien abrir los procesos de autocrítica que suelen llevar a cabo a puerta cerrada y en voz baja, circulando comentarios y chismes. El país requiere discusión pública y valor civil. Si los procesos de corrección interna de los cuadros de gobierno de un partido no funcionan, su descalificación debe ser pública, notoria e irreversible. Los partidos políticos no son corporaciones privadas.
El electorado seguramente valorará observar una lógica política de este nivel. Se acercaría a los modelos civilizados del comportamiento por una ética de la convicción o una ética de la responsabilidad, donde los intercambios entre actores sociales ocurren sujetos a principios explícitos y cumplimiento verificable de obligaciones, no alrededor de nebulosos familismos, compincherías, “hacerse pasito”, “pasar de agache” o “dejar así”.
Colombia no es una sociedad desarrollada ni ha diferenciado de manera moderna sus sistemas sociales, de ahí que todo este permeado por las viejas modalidades de las lealtades de parentesco, que traen consigo estos vicios de interacción, así como la práctica de esquivar la asunción de los fracasos y su develación, pese a los costos que conlleve. Lo que provoca a su vez que la política de proclamas republicanas, pese a querer salir de estos cuellos de botella premodernos, no sea capaz de comunicar las reglas objetivas bajo las cuales se comportará, evaluará en su ejercicio del poder y auto corregirá de ser el caso.
Así que hay mucho que decir sobre los errores y fracasos del pasado. Repetir los logros del ayer sin mencionar su contracara mantiene viva la desconfianza. Especialmente entre el electorado pragmático. Al fin y al cabo, de la última persona que alguien espera virtuosismo, infalibilidad y efectividad, es de un político. Pero como mal inevitable en el funcionamiento de las democracias, la sinceridad de los políticos ante los hechos de su trayectoria marcará una diferencia positiva entre electores esquivos, reduciéndoles sus dudas, ameliorando su zozobra, sembrando expectativas realistas y asegurando tal vez su apuesta por una opción que por fin honre que los elegidos trabajen por su futuro anhelado.


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