A mi anterior columna se le congratuló la crítica a la pusilanimidad de quienes integran las marchas sin conseguir ningún cambio. Se le criticó, sin embargo, el que no diese instrucciones claras sobre lo que se debe hacer para conseguir dichos cambios. A manera de extensión, esta columna ampliará la primera entrega y abordará las críticas sobre la falta de una fórmula para el cambio.
En primer lugar, sería insensato aventurarme a trazar una ruta específica para que la situación cambie. La mejoría demanda cambios individuales que se ven reflejados en las conductas de la sociedad, por lo que prescribir una fórmula de aplicación masiva para millones de colombianos sería no sólo irresponsable, sino ingenuo.
Por cliché que sea, cada persona debe aportar y contribuir a la sociedad, haciéndolo de manera que exploten sus talentos naturales como miembros del cuerpo político. Quizá un remedio sea lidiar con todos aquellos que con dolo atentan contra el bien común y que, además, se vanaglorian por comportarse como entes parasíticos que sólo disipan el erario. Esto no resulta tan difícil—al menos si tuviésemos unos funcionarios judiciales comprometidos—y se solucionaría haciendo cumplir la ley.
Como segundo punto sí me atrevo a decir que las marchas y manifestaciones—de la derecha—deben cesar, al menos como se vienen dando desde hace décadas. La protesta de niño bueno y servil no conviene más que a las cabezas políticas en busca de plataformas. La presencia de millares en cada marcha sólo le da visibilidad a los que se arrogan la vocería del pueblo para luego concretar fanfarronadas y llenar de promesas (incumplidas) a su base electoral.
Al gobierno de turno no le importa que proteste la derecha, pues no se ve afectada su legitimidad. Mientras que las arengas se queden en palabras lanzadas por multitudes sin organización ni rumbo, la derecha no conseguirá nada con sus protestas en la Plaza de Bolívar. Por esto resulta menester no marchar, al menos hasta que no haya certeza sobre cuál es el fin tangible de la manifestación.
El último punto, y quizá el que decepcione por no prescribir una ruta definida, es leer sobre la historia de Colombia. Es cierto, la historia no se repite y las circunstancias son distintas, pero hay problemas recurrentes que ya enfrentaron nuestros antepasados. Aunque algunas de sus soluciones parezcan impracticables, su ejemplo sirve para buscar alternativas. A pesar de que personajes como Gaitán hoy sean ídolos de la izquierda, una lectura de sus datos biográficos revela que quizá hoy se aproxime más a movimientos de derecha—no liberales—y que sus métodos de cambio resultaban efectivos. Ahí está la marcha del silencio como ejemplo.
Por otro lado, el ejemplo de los jóvenes Leopardos, quienes no temían a la jerarquía del Partido Conservador y los confrontaban con determinación al ver en peligro los principios del movimiento. En fin, ejemplos hay bastantes, pero quizá mi llamado sea el mismo de la última columna. No más marchas, no más promesas y conversaciones.
Si se quieren cambios, se debe actuar y dejar de quejarse. Acción es la respuesta a la pregunta en estas entregas. Ejecutar, actuar, hacer.
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