Cada 12 de diciembre, al conmemorar las apariciones de la Virgen de Guadalupe, no solo celebramos uno de los acontecimientos marianos más importantes del cristianismo, sino que también se nos presenta una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué la Iglesia tardó casi cinco siglos en canonizar a San Juan Diego?
Las comparaciones son inevitables. Santa Bernardita de Lourdes fue canonizada apenas 75 años después de las apariciones de 1858. Los pastorcitos de Fátima fueron elevados a los altares en menos de un siglo tras los sucesos de 1917. En contraste, Juan Diego, el indígena mexicano que recibió a la Virgen en el cerro del Tepeyac en 1531, tuvo que esperar cerca de 470 años para ser reconocido oficialmente como santo.
El milagro guadalupano fue aceptado, promovido y utilizado por la Iglesia desde muy temprano. La imagen de la Virgen se convirtió en un símbolo central de la evangelización de América y, con el tiempo, en un emblema de identidad espiritual, cultural y social para millones de personas. Sin embargo, el vidente quedó relegado durante siglos, incluso bajo la sombra de dudas persistentes sobre su existencia histórica, algo que rara vez ocurrió con los videntes europeos.
Esta paradoja resulta difícil de explicar únicamente desde criterios teológicos o procesales. Todo indica que en esa demora operaron prejuicios culturales y una mirada profundamente eurocéntrica. La santidad vivida por un indígena pobre, sin educación formal y perteneciente a un pueblo conquistado, pareció necesitar más pruebas, más cautela y más tiempo para ser creída y aceptada.
Reconocer esta realidad no debilita la fe; por el contrario, la fortalece. La Iglesia es santa en su misión, pero humana en sus decisiones, y como toda institución histórica ha estado marcada por los condicionamientos y prejuicios de cada época. La canonización de San Juan Diego en 2002, bajo el pontificado de Juan Pablo II, puede entenderse como un acto de justicia histórica tardía y de reconciliación con una deuda largamente postergada.
La Virgen de Guadalupe habló en náhuatl, se apareció a un indígena humilde y se manifestó dentro de una cultura concreta. Tal vez el verdadero milagro no fue solo la tilma, sino la afirmación radical de que la dignidad, la fe y la santidad no dependen del origen étnico ni del lugar que se ocupa en la historia.
San Juan Diego no necesitó cinco siglos para ser santo. Fue santo desde el primer día. La demora en reconocerlo dice más sobre nuestras estructuras humanas que sobre la autenticidad de su testimonio.


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