Me considero un científico rebelde. No porque grite consignas ni porque me encadene a las puertas del poder, sino porque me niego a aceptar que el mundo debe seguir como está. Soy rebelde porque enseño, investigo, diseño proyectos, evalúo políticas públicas, escribo textos y principalmente, acompaño a estudiantes a desarrollar su potencial al máximo. Todo lo anterior, con la convicción de que la ciencia no puede ser neutral ante la injusticia. Trabajo en la intersección entre la estadística, la inteligencia artificial y la innovación, no como herramientas frías, sino como formas de transformar personas y territorios para que sean libres, felices y soberanos.
Rebelde es también quien lleva luz donde hay tinieblas. Esa fue la misión de los sabios patriotas de nuestra historia. Francisco José de Caldas, Francisco Antonio Zea, y muchos otros, comprendieron que hacer ciencia en América no era solo acumular conocimientos, sino gestar libertad. Clasificar una planta, cartografiar el territorio, estudiar las estrellas: todo eso era construir patria. Y lo hicieron sabiendo que el precio de pensar por cuenta propia podía ser la cárcel o la muerte.
Los científicos estamos destinados a ser revolucionarios. Porque conocemos el mundo con rigor, y ese conocimiento nos impide quedarnos callados cuando algo anda mal. Somos patriotas porque no miramos el país con indiferencia, sino con compromiso. Porque sabemos que cada dato puede ser una semilla de justicia, que cada hipótesis bien planteada puede desarmar una mentira, que cada aula puede ser una trinchera para la libertad.
No todos vestimos bata blanca ni trabajamos con tubos de ensayo. Muchos —como yo y tantos colegas— estamos en las universidades, en el aula, en el campo, en los barrios, escribiendo a mano alzada un nuevo modelo de sociedad. Nuestra revolución es lenta, paciente, profunda. Es enseñar a pensar críticamente, a leer los datos con ojos propios, a desconfiar de los dogmas, a construir soluciones colectivas. No hay verdadera transformación sin ciudadanos conscientes, y no hay ciudadanía sin ciencia viva y comprometida.
Hoy quiero hacer un llamado. A todos los científicos no tan famosos, los que no aparecemos en los titulares ni en los monumentos, pero que día tras día formamos a las nuevas generaciones: seamos arquitectos de una nueva sociedad más justa para todos. Una donde el conocimiento no sea privilegio, sino derecho. Una donde la verdad no se negocie, donde pensar sea un acto de libertad y enseñar, un acto de amor al país.
Que nuestra ciencia no sea muda ni obediente. Que sea inquieta, valiente, fraterna. Que no se rinda frente a la costumbre ni al cinismo. Porque mientras existan injusticias que medir, patrones que analizar y futuros que imaginar, seguirá habiendo espacio para científicos rebeldes.
Estamos de acuerdo en tu planteamiento ,quisiera saber más sobre la propuesta ,un abrazo fraterno
Por favor me escribe a gerardo@angulo.com.co
Saludos
Excelente reflexión profe.